Chuso García Bragado, «El hombre de mármol»

Chuso García Bragado, «El hombre de mármol»

Cierra los ojos. 1993. Stuttgart. Mundial de 50 km marcha. Un miembro de la expedición española de atletismo aporrea la puerta de la habitación de Chuso García Bragado, un joven de Canillejas, de 23 años, segundón y terco, que aún no ha ganado una carrera. “Date prisa, el bus está a punto de salir”. El joven madrileño se ha quedado dormido y no ha podido desayunar. Rebusca nervioso en la bolsa de corredor y una chocolatina “Mars” aparece de milagro. Aquel tesoro se convierte en un oasis en el desierto antes de plantarse en la salida. Los rivales lo miran de reojo y cuchichean. Tres horas y cuarenta y un minutos después, aquel Quijote escuálido se cuelga la presea de oro en el estadio Gottlieb Daimler de Stuttgart. Ese día, los italianos bautizarían a Bragado como “el hombre de mármol”. Es imposible ganar una carrera de 50 km comiendo solamente una chocolatina, gritaban. 

En el carácter de Chuso empezaban entonces a adivinarse matices de un tipo particular. Cuando horas más tarde, un periodista le acercó “la alcachofa”, para entrevistarle, el atleta contestó que le importaba un pimiento el Mercedes que tenía como premio o el millón de pesetas que la Federación entregaba. “Mi padre es taxista y ya tenemos dos coches, solo quiero retomar mis estudios de podología, que tengo exámenes en septiembre”. Así empezaba a forjarse una leyenda. 

Su historia esconde un amor incondicional al atletismo. Con letras mayúsculas. Contra viento y marea. Es el resultado de un infinito esfuerzo por cumplir sueños. Renglones escritos de miles de entrenamientos de madrugada, en la Casa de Campo, entre asiduos al lupanar y las últimas estrellas de la noche. Cada una de sus zancadas está hecha de las horas extras que pasó su padre en el taxi para poder pagar su educación. El caprichoso destino aún sonríe recordando aquel día que faltaba un marchador para el equipo y aquel chaval levantó la mano sin saber muy bien por qué.

Bragado es duro como pocos y cuando hace cinco años entró noveno en la meta del mundial de Pekín, quedándose sin plaza para sus séptimos juegos, la espina quedó clavada profunda en su corazón. Poco importó que la Federación Española de Atletismo le convocara igualmente para los Juegos de Río de Janeiro premiando su trayectoria. La espina estaba ahí, intacta. Chuso estaba herido pero sabía que la venganza era un plato que se servía frío. Así que solo sería cuestión de tiempo. Desahuciado por la crítica, se rehízo y volvió al infierno del asfalto. Cuatro años después de aquel drama, en silencio, a un mes de cumplir cincuenta palos, “el abuelo” se plantó en la salida del Mundial de atletismo de Doha. Sabía que la humedad rondaba el 70% y la carrera sería un cementerio lleno de valientes así que con su ritmo cochinero empezó a recoger cadáveres en la cuneta. La experiencia es un grado y Bragado de eso sabía mucho. Llevaba tiempo pegándose buenos lingotazos de glicerina y dándose baños de agua caliente a 40º para habituarse al mundo catarí. Cuando cruzó la meta octavo, vomitando como un potro agonizante, entró en la enfermería, se zampó unprimperán y esquivó a los medios. Misión cumplida. Billete para Tokio. Serán sus octavos juegos olímpicos. “Ladran, Sancho, señal que cabalgamos”.

Después de trece mundiales de atletismo a la espalda, dos operaciones de cadera, y tragos de las charcas del camino cuando el entrenamiento se ponía difícil, “el hombre de mármol”, el tiburón de Canillejas, buscará seguir ampliando la leyenda en Japón. Más de uno se inclina a su paso en el tartán de las pistas. Reverencias las justas, dice él, “yo solo soy un atleta”. Cuando algún osado le pregunta si en Sapporo, bajo el imperio del sol naciente, correrá sus últimos juegos, Bragado responde que sí, pero apostilla: “Aunque también pensaba que mis últimos juegos iban a ser en Pekín, y eso fue hace ocho años”.

 

Alfredo Pérez Berciano